Son días raros, en los que las críticas al Fondo Monetario Internacional no vienen, como era tradicional desde el peronismo y la izquierda, sino desde las huestes libertarias. Por raro que parezca, están proliferando acusaciones en el sentido de que el FMI tiene una intención oculta de perjudicar políticamente al gobierno de Javier Milei y que, como prueba de ello, le está poniendo exigencias más altas que en las que su momento le había pedido a Sergio Massa.
Estas acusaciones no se limitan a las del ejército de «trolls» de las redes sociales, sino que alcanza a economistas y funcionarios que dan rienda suelta a su enojo, tras las últimas versiones sobre la negativa del Fondo a asistir a la Argentina si antes no se produce una devaluación. Mientras tanto, el Gobierno observa el debate con un silencio sugestivo.
¿Qué está ocurriendo? ¿El FMI se volvió de pronto peronista, pese a los gestos de sintonía y las sonrisas que exhibe Kristalina Georgieva cada vez que se encuentra con Toto Caputo en un evento internacional? La respuesta, tal vez, sea mucho más fácil de lo que parece, ni obedece a ninguna teoría conspirativa.
Después de todo, como ya han constatado varios economistas argentinos, el Fondo siempre ha mantenido un criterio similar a lo largo de la historia: sólo apoya programas que garanticen un superávit en la cuenta corriente. Es un indicador al que le asignan más importancia que a otros más publicitados como la baja de la inflación e incluso la disciplina fiscal.
Es para el Fondo el indicador crucial, porque es el que marca la sostenibilidad real de la acumulación de reservas y, por lo tanto, de que se mantenga la capacidad de pago del país.
Y, precisamente, este es un momento en que la Argentina está pasando a los números en rojo. En junio, por primera vez en el año, esa cuenta dio un déficit, por u$s223 millones. No es un número grave, si se considera que en los meses previos hubo superávits superiores a los u$s2.000 millones mensuales, pero lo que preocupa es la tendencia: ya hay estimaciones sobre que en julio el déficit crecerá hasta los u$s1.000 millones, y que en los meses siguientes se podría mantener esa tónica, cuando merme el aporte de las exportaciones sojeras.
Y otros rubros que por ahora han pasado inadvertidos en el debate, son mirados con lupa por los funcionarios del FMI. Por ejemplo, el hipersensible renglón de gastos por turismo, que en junio pasado dejó una salida neta de dólares por u$s538 millones en el capítulo «Viajes, pasajes y otros pagos con tarjeta» en el balance del Banco Central.
Son niveles de gasto turístico típicos de los momentos de mayor atraso cambiario -como los previos a la aplicación de impuestos y restricciones adicionales durante el gobierno pasado-. De hecho, si ese nivel se mantuviera en una proyección anual, llevaría a una salida de divisas por turismo en torno de u$s7.000 millones, lo que equivale a un tercio del superávit comercial previsto para este año.
Escasez de dólares a la vista: la desconfianza del FMI al plan de Luis Caputo
Con esas cifras a la vista, el análisis se torna mucho más claro: para el FMI, lo que hay por delante es una sangría de divisas, que no podrá ser frenada ni con el cepo ni con la presencia de un fondo de garantía aportado por el propio organismo.
Es por eso que surge el aparente contraste entre la desconfianza del FMI y el optimismo del Gobierno, que ha dedicado los últimos días a destacar el compromiso con los superávit gemelos -fiscal y comercial- y que celebra la aparición de «brotes verdes» en la actividad.
Lo que en este momento gana protagonismo es el debate sobre cómo evolucionará la cuenta corriente. Y en ese plano el escepticismo es la tónica.
Para empezar, porque las propias regulaciones que en su momento le permitieron al gobierno ganar reservas son las que ahora se le vuelven en contra. A inicios de año, el acceso de divisas para los importadores se dio a «cuentagotas»: salvo para unos pocos rubros considerados de primera necesidad, los importadores recibían los dólares en cuatro cuotas mensuales, contando desde el momento en que la mercadería llegaba a la aduana, lo cual implicaba mayores costos crediticios en el comercio exterior.
Pero, sobre todo, esa metodología permitía que las cuentas dieran mejor de lo que realmente ocurría en la realidad. Ahora, que ese régimen empieza a revertirse, llega la hora de pagar las facturas.
Según una estimación de Salvador Vitelli, economista de la consultora Romano Group, en septiembre, octubre y noviembre habrá que pagar más dólares de lo que se importe. El peor momento se dará en octubre, cuando se superpondrán pagos de comercio exterior equivalentes al 150% de las importaciones mensuales. Esto ocurre porque el calendario prevé el remanente de dos cuotas de 25% del esquema previo más dos cuotas de 50% del nuevo esquema.
El gráfico de Salvador Vitelli explica cómo el calendario de pagos marca un momento de estrés en octubre
Para colmo, este período coincide con el recorte del impuesto PAIS -cuya alícuota pasará el 17,5% al 7,5%-. Como el impuesto se aplica sobre las importaciones, se estima que el efecto inmediato de esta medida será un estímulo para el aumento de las compras en el exterior, justo en un momento en que las exportaciones podrían ralentizarse, tanto por motivos estacionales como por el desplome en la cotización de las materias primas.
Disparen contra Dal Poggetto
¿Qué tan grave es la situación? La directora de la consultora Eco Go, Marina Dal Poggetto, estimó que, de continuar la tendencia actual -es decir, si no hay modificaciones en la política cambiaria-, entonces la cuenta corriente se deteriorará rápidamente. Puesto en números, pasará de un superávit de u$s2.700 millones este año a un déficit de u$s16.000 millones el año próximo.
Esos números se tornan más graves cuando se cruzan con el exigente calendario de vencimiento de deuda dolarizada: para lo que resta del año hay que pagar u$s4.600 millones, mientras el año próximo las principales consultoras estiman que la cuenta será de u$s18.000 millones, de los cuales ya casi u$s5.000 millones se concentrarán en enero. Todo un aviso de verano caliente.
Es esta situación lo que permite entender mejor por qué el artículo de Dal Poggetto levantó semejante revuelo entre los adherentes al Gobierno. La economista, muy escuchada entre los inversores y las empresas, se transformó en una de las nuevas enemigas favoritas del ejército libertario en la ex Twitter, donde se la acusa de estar promoviendo una devaluación.
Antecedentes inquietantes
En todo caso, lo que esta fase del plan económico muestra es que el déficit de la cuenta corriente se está transformando en el talón de Aquiles de Milei y Caputo, y que es el indicador económico a seguir más de cerca.
La historia reciente muestra que siempre que ese déficit se agrandó, fue el preludio de crisis que terminaron con devaluaciones bruscas. Y pasó en gobiernos de todos los signos ideológicos: desde comienzos de los años 80, cuando se rompió la «tablita cambiaria» tras un déficit récord de 6% del PBI, pasando por la crisis del plan Austral que derivó en la hiperinflación de 1989 -con un previo déficit de cuenta corriente de 4%- y por el colapso de la convertibilidad -anticipado por el déficit de 4,8% en 1998.
Ya en este siglo, la llegada del cepo de Cristina Kirchner coincidió con la pérdida del superávit en 2010, y luego el daño del déficit de cuenta corriente se evidenció en toda su intensidad en 2018, cuando un rojo de 5,2% del PBI llevó a la devaluación y al salvataje del FMI.
Con Alberto Fernández, el efecto de la pandemia había hecho que la sangría de divisas se detuviera en el inicio. Así, en 2020 se volvió al superávit -algo que no ocurría en más de una década- con un resultado de 0,8%; en 2021 el saldo positivo mejoró a 1,4% y en 2022, ya con una crisis de escasez de divisas, hubo un leve déficit de 0,6%. Pero la situación desbarrancó en 2023, cuando el mix explosivo de la crisis del campo y la campaña electoral -que llevó a Massa a permitir un nivel de importación mensual de u$s7.000 millones- llevó el rojo anual a u$s21.494 millones.
¿Esta vez será diferente?
La sola mención de estos antecedentes ya alcanza como para agravar los nervios en un mercado hipersensible. Pero es necesario ver también que lo que marca la gravedad de esos déficits no es solamente su magnitud, sino si hay una contrapartida de entrada de dólares que ayuden a financiar el desequilibrio.
En algunos períodos, los déficits pudieron persistir varios años sin que estallara una crisis porque se equilibró con la «cuenta capital» que incluye los «dólares financieros» -a diferencia de la cuenta corriente, que incluye el comercio exterior, el turismo y los servicios-. Un típico ejemplo fue la gestión de Mauricio Macri, en la que se sostuvo el déficit mientras entraron divisas de los fondos de inversión. En cambio, el gobierno de Cristina Kirchner, que no tenía acceso a los mercados, sufrió incluso inestabilidad incluso con un déficit menor, por lo que terminó implantando los controles que derivaron en el «cepo».
En el caso de Milei, el gobierno trata de convencer al mercado de que, a pesar de que el cepo es un disuasivo para los inversores, esto se compensará con la entrada de dólares por el blanqueo de capitales y la aplicación del RIGI. Y además, claro, está la apuesta de que si Donald Trump gana las elecciones, el FMI afloje su actual postura dura y haga un aporte de dólares frescos.
Mientras tanto, en el mercado siguen aumentando las señales de desconfianza.No por casualidad, entre los economistas circula una célebre frase acuñada por el prestigioso ex ministro brasileño Mario Henrique Simonsen: «la inflación lastima pero la balanza de pagos mata».
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